18 de mayo de 2013

Música para claustrofóbicos


Pedro Mairal


“Era más blanda que el agua, que el agua blanda.” Con esa frase empieza Naranjo en flor, quizá el mejor comienzo de todas las letras de tango. Es uno de esos casos de la poesía en que la forma es el fondo. Está hablando de la suavidad de una novia que tuvo, de lo inasible de esa mujer, de su recuerdo que se le escapa entre las manos, como el agua. Y el verso mismo es el agua, se acerca “era más blanda que el agua”, hace una pausa arriba como una ola, y se aleja repetida y hacia atrás, “que el agua blanda”. Son esas repeticiones del tartamudeo de la emoción.

Pero empecé al revés. Quería hablar primero de meterse en el subte a las ocho y media de la mañana y apiñarse como si los demás no fueran otra cosa que la angustia, los problemas sin resolver, temas pendientes, eso es el horrendo prójimo de golpe, un vagón de conflictos, incertidumbres que se te cayeron encima temprano, se te llenó el vagón con los pasajeros de tu pesadilla, no entran más, pero siguen subiendo. Como dice Mermet, “Donde no cabe uno, caben tres”. Te cuesta respirar. Te concentran, no te dejan distraerte de vos mismo. En una época soñaba que salía de un estadio, iba casi adelante en una multitud, me metía en la boca del subte, por el pasillo, toda la gente venía detrás, el pasillo doblaba y terminaba ahí, como el final de un túnel sin salida. Y la gente se empezaba a acumular. Soy un claustrofóbico controlado.

Y el otro día venía así, aunque sin controlar demasiado bien la cosa. Tenía trepado al monstruo. El espacio entre la gente era más gente. Alguna de esas cabezas de ganado era yo, queriendo bramar fuerte, pero mugiendo por dentro. ¿Yendo a dónde? Al Microcentro, al micropunto. Parecía que el subte estaba intentando reducirnos de tamaño para que entráramos en esa idea porteña, esa maqueta de ciudad. Decidí bajar en Pueyrredón para caminar desde ahí, pero al salir de la aglomeración tuve que abrirme paso a empujones. Salí furioso contra nadie, que es la peor furia.

En el pasillo, cuando todo me parecía el fin del mundo, unos acordes de armónica me levantaron del piso y me dejaron flotando. Era el comienzo de Naranjo en flor. La música se me metió hasta los huesos, calmó a la fiera, me humanizó. La guitarra y la armónica en la reverberación del pasillo del subte. La luz de la escalera hacia la calle. Salí cantando. Es un guitarrista pelado y genial. Al día siguiente le compré el disco. Se llama Nino Zoccola.


Perfil, 18 de mayo de 2013