29 de febrero de 2012

Las cicatrices

Pedro Mairal

Cuando estoy entre peronistas me pongo gorila y cuando estoy entre gorilas me pongo peronista, le dije, citándole medio mal y de memoria la frase de Hebe Uhart. Me pedía que me callara porque quería escuchar. En su laptop sobre la cama, hablaba la Presidenta por cadena nacional. Tiene que haber sido enero de 2012 porque a la Presidenta la acababan de operar y tenía una cicatriz que le cruzaba la garganta. Es zombie, le decía yo para hacerla enojar, y me chistaba. ¿No se habrá hecho un trasplante de cuerpo entero? Sonreía apenas y se concentraba en las palabras de Cristina Fernández, que hablaba del milagro de su cáncer curado. “Mi amante kirchnerista”, le decía y ella me corregía: “Soy cristinista y, además, no soy tu amante”.

Teníamos el ventanal abierto, estábamos de vacaciones en Buenos Aires. Ella me había invitado a su casa, un monoambiente en un último piso con terraza. El tema de la cicatriz nos llevó a mostrarnos cada uno las cicatrices: yo, una larga y rugosa en el antebrazo por el día que atravesé un ventanal; ella, una cortita en el pulgar, cuando quiso separar hamburguesas congeladas con un cuchillo, y otra casi invisible en el tobillo que le hizo su hermano con la bici sin querer. Desnuda boca abajo en la cama, mirando su laptop, giró un poco y me mostró el tobillo. “Acá, ¿ves?” Y siguió oyendo su discurso, dejó los pies en el aire, los cruzaba y los descruzaba. No podía ser más linda.

Las cicatrices derivaron en lo raro de que te abran y te saquen cosas en una operación. Y me contó que una vez lo acompañó al campo a su ex, que era veterinario y trabajaba en un haras. Lo vio abrir una yegua muerta. Ella le tuvo que sostener la linterna pero le temblaba la luz. Me dijo que nunca lo había visto hacer eso y que la sorprendió la habilidad, la fuerza con que él le abrió la panza con un cuchillo filoso y la desmembró en pocos minutos. “Encima es un tipo grandote”, me dijo. No se terminaba de entender si la habilidad de su ex la asustaba o le gustaba. Quizá, las dos cosas.

No era la primera vez que me hablaba de su ex. Cuando todavía estaban juntos y ella vino un par de veces a mi casa, me habló de él. El departamento donde vivían en Monserrat era de él y, si se separaban, ella iba a tener que empezar de cero con su casa. Me acuerdo de que en un acto simbólico le regalé el abrelatas que estaba sobre la mesa. Era abrelatas, destapador y sacacorchos. Me contó que lo tuvo en la cartera las semanas antes de separarse y cada vez que buscaba las llaves lo encontraba con la mano al fondo y lo sentía como una llave para abrir algo que todavía no conocía. Y finalmente lo que abrió no fue una vida conmigo, sino un trabajo nuevo, el alquiler de ese depto en Coghlan, su nueva etapa de mujer soltera de 27 años. Ella no quería estar en pareja. “Nos vemos cuando queremos”, me decía. Yo le puse los ganchos de la hamaca paraguaya en la terraza.

Por fin cerró la laptop, nos abrazamos y sonó el portero eléctrico.

“No voy a atender”, dijo, pero se levantó porque sonó su celular. Se le cambió la cara. Volvió a sonar el timbre de abajo. “¿Quién es?”, le pregunté. “Mi ex, pero no pasa nada, no te vistas, no va a subir.” Igual me vestí. Más timbrazos. Ella fue a la cocina y escuché que decía por el tubo del portero eléctrico: “¿Qué querés?” Reapareció y me dijo: “está subiendo”. “¿Tiene llave?” “No, alguien le abrió.” El veterinario descuartizador de caballos estaba subiendo. Agarré mis cosas. “Subite a la azotea –me dijo– si salís por acá te lo vas a cruzar.” “¿Vas a estar bien?”, le pregunté, y hasta ahí llegó mi valentía. Hice pie en la parrilla de la terraza y me trepé a la azotea.

Arriba había dos tanques de agua y las cajas de cables. Me senté atrás de uno de los tanques. Se veía todo el cielo desde Coghlan hacia el norte. De vez en cuando, aparecía un avión y pasaba a mi derecha hacia Aeroparque. Recibí un mensaje de texto: “Lo traje al bar de la esquina estamos hablando después te abro”. Se fue haciendo de noche. De pronto se oyeron gritos por todos lados, un clamor que me asustó hasta que entendí que había sido un gol. Sonó como un gol atomosférico, fue increíble. Después me enteré de que había sido un gol de Boca. Desde entonces, me quedó una manía: cada vez que meten un gol en el Superclásico, le saco el volumen al televisor y escucho el gol que suena enorme en la ciudad. No me importa si es de River o es de Boca. Lo que me importa es volver a estar por un instante ahí arriba, escondido en la azotea de su casa.


Perfil, 28 de enero de 2012