27 de septiembre de 2009

La famila molecular

por Luis Chaves

En la página de agradecimientos de un ensayo exquisito que acabo de empezar a leer, el autor reserva el final para las, se deduce por los nombres, mujeres que viven con él, les da las gracias porque “me han obsequiado el mejor regalo que una familia puede hacer a un escritor: me han dejado a solas para pensar, fumar y escribir”.

Leí esas palabras, me quedé inmóvil unos segundos y después cerré el libro, como hacen los lectores cuando quiere meditar sobre algo que los tocó. Sentí gran envidia porque cuando las mujeres de mi casa me dejan solo, mi primer impulso, el natural, es telefonear a algún cómplice y, por lo bajo, alcoholizarme. La contrarreacción inmediata es tratar de controlarme, no llamar a nadie. Si lo logro, ya entregado a la sensatez me paro frente la biblioteca, elijo algún libro al azar y abanico las páginas deteniéndome en los pasajes subrayados. No puedo evitar lo de marcar los libros, puedo tirar el teléfono al patio del vecino para alejarme de mis adicciones, pero nunca voy a dejar de subrayar los libros.

Hace un mes, más o menos, cumplí cuarenta años, una edad simbólica, querámoslo o no. Lo celebré con la familia nuclear y amigos cercanos. Rebobinemos: lo pasé con la familia extendida, esa que llamo la familia molecular. Nos reunimos desde tipo 4 de la tarde en el restobar de una amiga, una casa de los 70 con un amplio jardín trasero. Entre cervezas y música de fondo, fue cayendo la noche y de los niños, poco a poco, apenas se oían los chillidos y gritos que venían del lugar donde, cuando hubo luz, podíamos ver el tobogán y la caja de arena.

Hace un mes, más o menos, murió un amigo, Felipe Granados. Tenía 33 años y eligió morir, para ser precisos. Fue, en mi opinión, un escritor excepcional. Aparte de eso, una persona que evidentemente no estaba dispuesta a negociar con nadie la manera como quería vivir y morir. Pocos días después de que falleció, las mujeres que viven conmigo me habían dejado solo en la casa y me senté, con un trago, a pensar y escribir. Saltaba de un texto a otro, igual que cuando abanico libros al azar buscando pasajes subrayados. Como no lograba unir dos oraciones ni medianamente aceptables, recurrí al género epistolar: me puse a redactar mails. Escribí uno corto, telegráfico y que, en rigor, no decía nada concreto, iba dirigido a una lista de correo que incluye a ciertos amigos. En el mismo nanosegundo que le daba enviar me di cuenta de que entre los destinatarios estaba el correo de Felipe. En el nanosegundo siguiente me lamenté en voz alta, “le hubiera preguntado algo inteligente”.

La misma semana de la muerte de Felipe y de mi cumpleaños, nació Sian. Es la hija de Marco y Clea, parte de la familia molecular. La fuimos a conocer y estaba hundida en un almohadón gigante que se amoldaba a su figura como un nido de espuma de poliuretano. Como todos los recién nacidos, tiene ese aire de extraterrestre sabio y semihostil. Como toda recién nacida, Sian también tenía puestas las medias rojas más diminutas posibles ¡y el elástico le quedaba grande!

Ya me estoy acercando al final de esto que quería contar. En realidad, nunca tuve muy claro qué era exactamente lo que tenía para decir, sólo sabía que de pronto se habían juntado eventos particularmente intensos en un par de semanas y que necesitaba sentarme a pensar, escribir, quizás llamar a algún cómplice, quizás no. Se fueron reuniendo en un mismo lugar el escritor del ensayo que estoy leyendo, mi familia molecular, Felipe, una recién nacida. Uno pensaría que de esto tendría que extraerse algún tipo de sabiduría pero la verdad es que no la veo por ningún lado. Tal vez si trazo una línea divisoria en mitad de este texto, de un lado quedan los vivos, del otro los muertos. De un lado el día, del otro la noche, y del fondo de esa noche, desde algún lugar de esa oscuridad, nos parece oír la voz de los que no vemos, como la de aquellos niños que, más imaginarios que invisibles, siguen jugando en el tobogán, en la caja de arena.

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