30 de mayo de 2007

Borges: premoniciones literarias

Del mamotrético y adictivo Borges, de Bioy, podrían hacerse varias mini-antologías temáticas. Creo que Guillermo Martínez ya planea (o ya está dando en el Malba) un curso en base a los consejos de escritura deslizados en ese libro. Cuando tratan de pares, los amigos se ponen filosos y empiezan a tirar epigramas ("Neruda cuando no es genial no es nada"). Y a veces ven el futuro. Quizá se pueda hacer un "Borges: premoniciones literarias". Ya acá dijimos que a Jorge Luis se le ocurrió una novela de Aira. En ese mismo post, Barban el enigmático nos deja un comentario sobre la preanunciación lapidaria de la poética saeriana.

28 de mayo de 2007

Nunca te dije

por Adriana Battu
Cuando me acuerdo de vos, me acuerdo de algo que nunca te dije. En mi cama cuando te quedabas dormido vestido a la tarde, a veces, en la penumbra, veía que algo brillaba en tu bolsillo. Era tu celular. Te llamaban, pero lo tenías sin sonido. Sólo se prendía esa luz del Nokia medio fosforescente que se veía a través del pantalón. ¿Quién te llamaba? Yo estaba segura de que eran minas. Alguna mina, o varias. No sé. Nunca contaste nada. Y era como que te brillaba la bragueta. El celular en el bolsillo de adelante, al lado de la pija. Te brillaba la pija en la penumbra de mi cuarto. La luciérnaga de tu infidelidad posada en tu bragueta. Tu energía, lo que más te importaba, lo único que te importaba, brillaba cuando dormías. Las minitas llamándote, rondándote. Eras lindo, Mati. Yo sabía y no me enteraba y te dejaba tranquilo. Nunca te pregunté quién te llamaba. Estábamos bien así. Pero vos sos muy tonto y querías que te celara, que me enojara, que te hiciera un desplante. No supiste seguir así dormido. No supiste seguir siendo así de hermoso.

Tigre

p.mairal

Diría eso

por Miguel U.
Si unos extraterrestres me abdujeran y en una galaxia lejana me preguntaran cuál era el ruido del planeta Tierra, yo les diría que era la voz de Tinelli, sonando allá arriba, presentando a alguien, al palo; el sonido del mundo, el ruido de fondo, que se oye por el pozo de aire y luz del edificio. Como el olor a churrasco de los vecinos, la voz de Tinelli se cuela por debajo de las puertas, se filtra en las ranuras, no sabés lo que dice, porque suena lejos, pero la reconocés como una banda sonora de la condición humana.

26 de mayo de 2007

Mañanas dadaístas

La gente de Clarín online debería considerar esa publicidad que se abre y se cierra a los pocos segundos de entrar en la página. De golpe el banner corre de lugar los titulares que estabas leyendo y los reemplaza por otros de más abajo. Cuando buscás la línea, todo vuelve a su lugar (menos tu cerebro). Entonces las mañanas te quedan llenas de pavadas dadaístas porque por un momento tenés la sensación de haber leído cosas así:
Mónaco se dio el gran gusto: se subió a una vereda y mató a un peatón.
Fidel Castro quiere meterle presión a San Lorenzo.
Passarella: “El robo de cables a empresas de electricidad y telefónicas sigue siendo alto”.
Preocupa a E.E.U.U. el intenso movimiento de pasajeros en Retiro.
Los maestros de Río Gallegos incautan una tonelada de marihuana en Misiones.

Mayo

p.mairal

25 de mayo de 2007

Aira es un invento de Borges

"[Borges] dice que habría que escribir una novela mundana, de trama complicada y con suspenso, cuyos personajes fueran de psicología delicada, y que en el último capítulo -para mostrar el hartazgo por todo, para mostrar que el autor no se deja embobar por su libro- habría que soltar una manada de chanchos que mataran a todos los personajes".

Del libro Borges, de Bioy Casares, Destino, Bs As, 2006, pág. 879

23 de mayo de 2007

¿Estos jugadores no concentran?

"Me había olvidado un pulmón en casa y una previa cópula me había quitado las fuerzas varoniles necesarias para ir al cruce y ganar..." [CRÓNICA DE FUNES]

Jardín de infantes

por Pedro Mairal
Mamá me lleva al jardín y me da un jarabe envuelto en papel madera. Me lo da con una nota para la maestra. En el auto le digo que no quiero tomarlo; me dice que lo tengo que tomar ¿Por qué lo tengo que tomar? Porque sí. No lo quiero tomar, ¿por qué lo tengo que tomar?, mamá se harta y me dice: porque si no lo tomás te morís. Entro al jardín. Es demasiado temprano. Todavía está oscuro y no hay nadie en el patio. Me trepo a uno de esos caballetes para hacer gimnasia. Llega otro chico y también se trepa. Estamos jugando y el frasco de jarabe se me escapa de la mano, se resbala del envoltorio de papel, se va al suelo, no lo veo caer, pero escucho que se hace pedazos sobre el piso del patio. Un piso de cemento con agujeritos cuadrados. Ahí está el jarabe desparramado y los vidrios rotos. Empiezo a llorar, una maestra me lleva para adentro y trata de calmarme y me dice que no me preocupe, pero es muy dificil calmarte o no preocuparte cuando sabés que te vas a morir porque se te rompió en el suelo el frasco del remedio que tenías que tomar para no morirte y no hay solución, un frasco de vidrio roto no se arregla y mamá ya se fue y acá estoy entre toda esta gente que me mira y no sabe que yo dentro de un rato me voy a morir.

18 de mayo de 2007

Putas llorando

por Eduardo Halfon


Yo estaba enamorado de Nastassja Kinski. Un amigo la tenía desplegada sobre su cama, semidesnuda y abrazando horizontalmente a una enorme pitón. Recuerdo pensar que había algo de inútil en su pose, algo de ambiguo entre morir en las fauces de la serpiente y al mismo tiempo ser penetrada en un tenebroso e inefable acto sexual. Nastassja Kinski. Yo estaba enamorado hasta de su nombre y, sentado en la orilla de la cama de mi amigo mientras la miraba hacia arriba en todo su erótico esplendor, lo solía pronunciar con mi mejor y más claro acento alemán, despacio, quedito, alargando las sílabas hasta que perdiesen todo significado, como un derviche canta sus plegarias, supongo. Casi toda mi adolescencia estuve perdidamente enamorado de Nastassja Kinski hasta que conocí a Dulcinea y aprendí que el amor no existe.
El prostíbulo se llamaba (quizás se llama, no estoy seguro si aún existe pero me gustaría creer que ya no) El Puente, o por lo menos así le decían, ya que estaba ubicado justo debajo de un puente cerca del Estadio Mateo Flores.
Habíamos ahorrado con Mejía suficiente plata durante casi un mes. No recuerdo mucho de él ni cómo terminamos yendo juntos, quizás fue porque todos los demás ya habían ido o porque vivíamos en el mismo vecindario o simplemente porque así sucedió, vaya uno a saber. Éramos amigos, pero no íntimos. Tres cosas recuerdo muy bien de Mejía. Uno: fue el primero entre todos nosotros en tener que rasurarse el bigote. Dos: tenía un tucán de mascota. Y tres: no discutía, jamás, como si de alguna manera aceptase que nadie, incluyéndolo a él, sabía nada de nada. Algunos le decían Mortadela pero nunca entendí por qué. La cuestión es que decidimos ir juntos y en un tecolote de arcilla echábamos todas las monedas de cinco y diez y veinticinco centavos que nos sobraban del recreo de media mañana, para poder llegar cada uno a la mágica cifra de diez quetzales (un dólar y medio en esos días) que nos había dicho el hermano mayor de Mejía que costaba una vuelta. Esa palabra usó, vuelta, como si se tratara de un carrusel o de una montaña rusa.
―Cinco pesos si quieren sólo una mamada, muchachos, quince pesos si quieren dos vueltas ―nos dijo sentados los tres hasta atrás del bus del colegio y juro que con sólo imaginármelo tuve que poner mis cuadernos sobre el regazo para esconder mi tremenda erección, o bueno, tan tremenda como puede ser a esa edad. Más tarde me explicó Mejía qué era eso de una o dos vueltas.
Al final, rompimos la alcancía y tuve que venderle a no sé qué compañero un par de postales de los futbolistas de la Naranja Mecánica para completar el dinero, con todo y el quetzal de viáticos que necesitaríamos entre los dos.
Era un martes. Decidimos con Mejía que yendo un martes habría menos clientela, pero no recuerdo por qué. Así razonan los niños. Después del colegio tomamos un par de camionetas, él sabía cuáles, hasta que la última nos dejó enfrente del estadio nacional que lleva el nombre (ladinizado, por supuesto, ya que las autoridades de la época consideraron que un nombre indígena no sería muy apropiado para un héroe nacional) del único guatemalteco que ha ganado la maratón de Boston, y quien ahora, a pesar de tener su propio estadio, trabaja de caddie en una cancha de golf. Recuerdo que, al bajarnos, el conductor nos siseó burgueses de mierda o algo por el estilo. Mejía iba enfrente de mí y se detuvo en el último escalón, sin darse vuelta, por supuesto, hasta que yo lo empujé y entonces dio un brinco hacia afuera y comenzó a lanzarle insultos al tipo, pero el ruido de la camioneta era ya escandaloso. Caminamos un par de cuadras medio perdidos, buscando ingenuamente algún rótulo o letrero de bienvenida. Nos tuvimos que detener ante una tienda de esquina para pedirle direcciones a un viejito que al hablar fruncía el ceño y cerraba los ojos, como si tuviese un dolor de cabeza. Mejía entró. Yo esperé afuera, pensando en todo tipo de cosas y viendo cómo el viejo detrás del mostrador le sonreía con travesura a mi amigo, o al menos eso percibí yo.
Parecía una residencia normal, el burdel. No sé por qué esperaba ver siquiera una bombilla roja o un cartel de neón con mujeres en pelota. Tocamos la puerta (no había timbre) y, tras abrirse una pequeña ventana, apareció el rostro de una señora bajita y regordeta y con una estrella de oro o de plata incrustada en el diente. Apenas llegaba a la ventanilla. Yo me quedé callado. No estaba del todo seguro de cómo proceder, si había que decirle algunas palabras secretas como «ábrete sésamo» o «el tren oriundo de Marburgo está retrasado». Mejía me empujó y, serio, directo, le dijo a la señora:
―Queremos coger.
Me sentí orgulloso de ser su amigo.
Ella se nos quedó viendo con una mirada que más me pareció la de un detective consternado que la de una puta, y debo admitir que brevemente pensé en salir corriendo y no detenerme por nada en el mundo hasta llegar a mi casa y pedirle perdón a mi mamá. Extraño, pero eso pensé.
―Esperen un tantito ―y cerró la ventanilla.
Podíamos escuchar bisbiseos del otro lado del portón, gritos, tacones y de repente, a lo lejos, un poco de música.
―Leo Dan ―me dijo Mejía, pero era evidente que ni él ni yo sabíamos quién diablos era Leo Dan.
―Sólo eso escuchan las putas ―nos había prevenido el hermano mayor de Mejía―. Prepárense, patojos, porque a las putas les fascinan las canciones de ese tipo. Cantarlas, bailarlas y con un poco de suerte hasta las verán llorar con Leo Dan.
Qué imagen, pensé maravillado. Putas llorando.
Algunos carros transitaron y sentí un poco de vergüenza. Le pregunté a Mejía qué haríamos si no nos dejaban entrar, pero él no me escuchó o no quiso contestarme. Se abrió el portón.
―Pásenle, muchachos ―y de inmediato se esfumó toda mi pena.
Era un corto y angosto pasillo con tres puertas del lado derecho. Olía a crema de manos. Cuatro o cinco putas estaban sentadas en unas sillas de plástico verde alineadas contra la pared del lado izquierdo, cuchicheando entre ellas y sonriéndonos sin ganas. Un bufé, le quise susurrar a Mejía pero me quedé callado. Todas eran ya viejas y aguadas y se parecían a las señoras que hacían la limpieza en los baños y pasillos del colegio. Menos una. Recuerdo que me sorprendí al ver que en la última silla estaba sentada una negra, pero negra africana podría decirse, y hoy se me ocurre que tal vez no era una puta o que tal vez ni siquiera estaba allí y sólo me la estoy imaginando. Peculiar, la memoria. Una de ellas me tomó del brazo y estaba pidiéndome que me sentara sobre su regazo. La ignoré. En la pared tenían colgado un póster de una rubia con pechos enormes reclinada sobre un Ferrari, como para incentivarnos un poco, supongo. Una niña de quizás ocho o nueve años, descalza y demasiado flaca, barría con una enorme escoba mientras las putas iban levantando los pies para abrirle paso. Mamita, le decían. De pie, al fondo del pasillo, un tipo chaparro y barrigudo que parecía vaquero nos miraba serio mientras le daba pequeños sorbos a su cerveza. Supuse que era un cliente y que tendríamos que aguardar nuestro turno, pero igual pudo haber sido el dueño o el proxeneta. Jamás supe y jamás nos quitó la mirada de encima. La señora gorda con la estrella incrustada en el diente nos estaba preguntando algo o pidiendo algo, no le entendía, pues entre mi incontrolable excitación sexual y el fuerte impulso que tenía de vomitar, no podía prestarle atención.
Sin dudarlo, Mejía abordó a la que estaba más cerca de nosotros, una morena alta con el pelo teñido de amarillo ocre. Le murmuró no sé qué y luego, tras lanzarme una mirada que pudo haber sido de triunfo o de pavor, depende, desapareció con ella tras una de las puertas.
Yo seguía de pie. Pensé en pedir una cerveza. Pensé en preguntar si la rubia del Ferrari estaba por ahí. Pensé en sentarme en el lugar que había desocupado la morena de Mejía, pero no sabía si esas sillas estaban reservadas sólo para putas. Pensé en seguirle los pasos a mi amigo y escoger a una, en fin, qué remedio, poco importaba cuál. Pensé que en cualquier momento se pondrían a cantar con Leo Dan y yo muy bien gracias con los brazos cruzados y diez pesos entre el bolsillo.
A los pocos minutos, que quizás debido al escrutinio del vaquero a mí más me parecieron horas, salió de otro de los cuartos una jovencita, o por lo menos no tan vieja como las que seguían sentadas. Tenía el pelo negro negrísimo, las piernas tostadas y un ligero bigotillo sobre el labio superior. Quisiera recordar su rostro. No sabía balancearse muy bien en tacones y estaba haciendo todo lo posible por disimular sus pechitos. Me sonrió. Me recordó a la sirvienta de mi abuela. La tenía justo enfrente y no sé cómo logré balbucearle:
―Quiero una vuelta con usted.
―¿Y qué chingados es eso de una vuelta, mi rey? ―dijo aún sonriendo, pero no entendí si con soberbia o ironía.
―Una vuelta, de diez pesos.
Las otras putas se rieron. El vaquero no. Ella abrió de nuevo la misma puerta por donde recién había salido y me franqueó el paso.
―Órale, canche ―y aún no sé por qué me dijo canche.
Una bombilla colgaba del techo. Había un pequeño catre con sobrefunda rosada, una mesita para colocar encima mi ropa, un rollo de papel higiénico, una palangana de plástico llena de agua y quizás un metro cuadrado de alfombra en donde pararnos. Las paredes estaban adornadas con recortes y afiches, pero no recuerdo de qué.
Ella se desvistió como si estuviera sola. Eso me gustó. Me pidió el dinero. Se lo traté de dar pero me explicó que tenía que dejarlo sobre la mesa y que ella lo guardaría más tarde. Le pregunté su nombre. Me dijo que le podía decir Dulcinea, pero no entendí si ese era su nombre o su apodo de oficio, puesto que el hermano de Mejía nos había dicho que todas adoptan un nombre de puta, un alias de puta, como Orquídea o Gálaxy. Ella me empezó a hablar de no sé qué cosas, pero yo estaba distraído viéndole su copete negro de vellos púbicos y un par de enormes pezones redondos que me parecieron demasiado morados. Me preguntó si tenía novia y le describí a Natassja Kinski, con todo y pitón. No se quitó los tacones. Tambaleándose, se me acercó y sentí de pronto un fuerte olor que me hizo pensar en un tipo medio janano que nos solía bajar los cocos de las palmeras cuando vacacionábamos en la casa del puerto, pero quien, hacía unos años, se había ahogado en el mar. Buen tipo.
―¿Querés que yo te desvista, mi rey? ―pero ya estaba arrodillada y bajándome los pantalones y quitándome de un solo la playera.
No sé por qué en ese momento, aún en calzoncillos, le dije con voz trémula que me gustaba la música de Leo Dan. Ella no dijo nada, sólo me bajó los calzoncillos y soltó un suspiro, o tal vez no. Puso la palangana por mis pies y tomó el rollo de papel higiénico que yacía sobre la cama.
―Tengo que revisarte la chenquita ―y la dejé, pese a que no estaba del todo seguro qué andaba buscando.
Le dio al menos quince vueltas al papel higiénico alrededor de su mano, agarró mi pene erguido y, con su otra mano hecha un pequeño guacal, recogió agua de la palangana y me salpicó y sobó y pulió con brusquedad y juro que para mí ese goce hubiera sido ya suficiente.
―Bien limpiecito, mi rey.
Se puso de pie y me empujó hacia la cama. Sentado en el borde, me quité los zapatos y pantalones pero me dio no sé qué quedarme descalzo y decidí dejarme bien puestos los calcetines.
―Ahoritita estoy contigo ―me dijo y yo pensé que algo monumental estaba a punto de suceder, pero no sucedió nada, sólo tiró el papel higiénico al basurero, se acostó con sus tacones al aire, me jaló hacia ella y soltó un medio gemido―. Por allí no, mi rey. Tranquilo. No te alterés. Dámela, yo te enseño dónde.
Recuerdo su respiración con olor a tabaco. Recuerdo sus lamentos de placer, fingido o no. Recuerdo que no duró mucho ni me complació tanto, como un trozo de chocolate muy desabrido pero que de igual forma es un trozo de chocolate. Hay recuerdos que no duelen tanto.


***


(cuento perteneciente al volumen "Siete minutos de desasosiego", Editorial Panamericana)

Watanabe

Primera parte de una entrevista al poeta peruano. Acá dos poemas que posteó Tetrabrik. Gracias a wordsX3 por avisar que estaba esto en youtube.



Parte II

17 de mayo de 2007

Cita a ciegas

por Funes

Vas al teatro. Está bueno, porque hace rato no ibas, no porque te entusiasme la obra. Te preparás y entalcás las bolas por si las moscas. Después te pasa a buscar y la ves, está hermosa. Claro que además está bueno porque vas con ella.
Una cita a ciegas.
Se le ocurre que un buen apodo, por lo aparato que sos, es chimichurri; "de memorioso no tenés nada" te dice cuando te mira y se le ponen los ojos verdes. Es muy dulce. Vos tenés ganas de arrancarle la lengua con los labios. Sacás las entradas y te hacés el macho "sí, mi nombre es Funes, fijáte, me dejaron dos" y ella sonríe. Debe pensar que soy autosuficiente y te preguntás qué mierda significa eso después del cambio de siglo. Están viendo la obra y de repente pasan un fragmento de una película porno. El señor de abajo saluda medio confundido "¿cómo? ¿ya empezamo´?" y se te arruga la mano antes de acariciarla sin querer. Ya te cruzaste varias veces con sus ojos verdes y pensás que las obras de ahora son una mierda: pasan la hora de función, ¿cuánto falta?. Pero está bien, tienen varios temas de discusión: la problemática de la mujer en el siglo XXI te ayuda para el chamuyo.
Dice que nunca había ido a una cita a ciegas y que jamás hubiera aceptado tu invitación si no fuera por aquél escritor famoso que dijo "sí, sí, es un buen pibe, le falta, pero es un buen pibe". Empezás a tener miedo de pifiarla: vino con demasiadas espectativas.
Se te ocurre homenajearla pero eligió un bar caruli así que la jugás de superado y le hacés un lugar en tu economía. Te querés matar porque con este frío tienen que esperar el bondi que viene lleno. Lleno de olores.
Parece que la tenés... aceptó bajar con vos y decidida no te quita los ojos de encima.
Pero el cambio de temperatura... o sea, cualquiera, garrón... te provoca un espasmo. Te agitás; el contraste del frío en la esquina y el calor a chivo del bondi se traba en los pulmones y no respirás bien. La tenías servida en bandeja. "Mejor te dejo descansar tranquilo, mañana te mando un mail" te susurra antes de darte un besito y medio aparato le besás un cacho del labio. Patético.
Bajás del bondi. Saludás desde la parada y caminás con una sola pregunta en la cabeza: ¿dónde guardé la Maxime de diciembre?

15 de mayo de 2007

Desde su envoltorio de regalo

por Julián López


Desde su envoltorio de regalo
un tigrecito ríe anaranjado
la alegría de su hermosa Asia en mi sonrisa
por la exactitud de la sed cumplida.
Un elefante y sus parábolas
de Ramakrishna para que me duerma,
las estrellas de este cielo sobre la terraza
en Caballito cumplen,
dignifican.

Una caja muda de recuerdos socialistas,
la diadema de Estambul,
una correntina hermosa y sus criollitas de oro
titilando como un aviso irresistible en sus orejas,
permuto el amor de un niño por el de un maquinista.
Quedé sentado en la locomotora
con un Guaymallén como único consuelo
y los ojos por primera vez desencantados.

Entonces Grishka y su oso
el libro de preguntas y respuestas para niños curiosos,
y una foto suelta:
dos hombres tranquilos
acodados en el estaño de una ferretería
perdida en un pueblo de provincia.
Mel Ferrer y yo, y el anzuelo del enojo
el amor de Lili a sus pequeñas guillerminas,
el aviador sobre la arena, claro
la rosa azul, siempre.

Todo el inventario
de lo concedido en mi niñez
un súper modulard de innumerables cajoncitos
de donde salen todos los materiales
con que está hecho el universo.
Todo el inventario de lo concedido.

¿Qué más puede pedir
un hombre alto
con un perro negro?



* * *


Le preguntamos a Julián López qué nos podía contar de este poema, quién era la correntina, qué pasó, por qué el desencanto... Nos contestó esto:

Una manera en que puedo pensar este poema, la poesía por caso, es describir la distancia entre lo íntimo y la relación con el afuera. Eso, inevitablemente, se llama decepción y no tiene nada de lo pulenta que tiene la idea mentirosa y rendidora del loser.
Siempre me impactó la materialidad que resulta de las experiencias más inmateriales de la infancia, la sorpresa por una percepción empática que se da de patadas con la mirada sobre lo real.
The song of love is a sad song Hi Lili, hi Lili hi lo, the song of love is a song of woe, don’t ask me how I know…
Entre otras, el poema cuenta la relación con Elsa, una correntina hermosa que trabajaba en casa cuando yo era muy chico, Sos mi locura, el amor de mi vida… todavía la escucho y releo en la postal que me mandó desde Santo Tomé, un verano cuando fue a visitar a su familia. Alrededor de mis 6 o 7 años anunció a mis padres que dejaba de trabajar y se iba porque se casaba con un ferroviario. Supongo que movida por la culpa de saber el peligro de una relación a dos puntas la correntina pidió permiso para llevarme a la estación Chacarita a conocer al sujeto. Todo mal: el chabón encima tenía bigotes. Recuerdo que me subieron a la locomotora, que ella me distrajo con un alfajor y que hablaba con el bigotudo de un modo que, de haberme preguntado, hubiera desaconsejado pertinentemente.
También recuerdo que por primera vez entendí algo que nunca me interesó entender.

Fabián Casas on line

foto: Chichou Lóupez

¡Léelo a Casas gratarola antes que lo edite Planeta!
(en azul links a su obra, en rojo links a entrevistas y críticas)


14 de mayo de 2007

Una visita al pediatra

por Fabián Casas
Se zarpó César Aira? Ya leímos en sus libros a indios que hablaban como eruditos universitarios, niñas proletarias que jugueteaban con fantasmas okupas y sectas de gimnastas dispuestos a disputarse el barrio de Flores palmo a palmo. Ahora le toca el turno al cómic como motor de inspiración en Las aventuras de Barbaverde, que acaba de publicar Mondadori y al cual una publicidad virtual recomienda con las palabras: “Ironía”, “genio”, “humor”, etc. El libro es grueso –está formado por cuatro relatos– y en la tapa hay una ilustración hermosa del Avispón Verde. Un objeto físicamente lindo.

Lo primero que tengo para decir después de salir de varias semanas en las que la realidad –el humo agrario que va y vuelve, tipos corriendo con una llama olímpica, encadenamiento de Fernández en el Gobierno– les compitió a los delirios imaginados por Aira, es que recomiendo fervorosamente la lectura de esta novela. No porque me haya parecido extraordinaria, sino porque me gustaría encontrame con gente que me diga qué le pareció esta nueva jugada del escritor de Pringles. Ese tipo de situación donde uno busca cómplices para comentar cosas del estilo: “¿Vos estás entendiendo lo mismo que yo?”; “¿eso te parece una genialidad o una boludez?”. Para terminar definiendo, como siempre cuando uno lee los últimos libros de Aira: “Esto es una estupidez genial”. ¿Pero es realmente así? ¿Es una estupidez? ¿Es genial?

Veamos: si existe en nuestro país un escritor serio que ha puesto su fe en la literatura como nadie, ése es el César. El humor que tanto se les atribuye a sus textos es del tipo del que nos provoca risa en los velatorios, es decir, esa risa motivada por no estar –por esta vez– en el lugar del muerto. El largo continuo (para utilizar un término fetiche de Aira) que forman sus novelas, relatos y ensayos muestra una cosa de manera evidente: que la vida es de una estupidez notable y está sujeta a una lógica perversa. Y que es más parecida a un artefacto chino, de esos que no se sabe si son un juguete o un adorno, que a los frescos de la Capilla Sixtina.

En las aventuras de Barbaverde –genio del bien–, luchando contra El Profesor Frasca –genio del mal–, el escritor le pone al dedo del Dios de Miguel Angel el anillo de Linterna Verde. Así que lo único que se puede hacer es relatar, modificar y volver a contar, hasta el fin del tiempo. De ahí que sus relatos tengan un corazón trágico. En esta orfandad, en esta prosa excelente que por los temas que trata a veces pareciera pertenecer a un juventón gombrowicziano con problemas mentales, uno encuentra la maravilla del cuento por el cuento mismo. Cortázar, poniéndole a su Libro de Manuel recortes de prensa de la realidad para tratar de mezclarlo con la vida, para hacerlo “revolucionario”, se vuelve ingenuo y cándido frente al Doctor Aira, quien practica una política de tolerancia cero. Porque lo único que existe es la literatura. La vida es apenas un eco, un gol que escuchamos gritar en una cancha alejada.

El mal contra el bien. Es problable que de esta afirmación de Arthur Schopenhauer surjan tanto la religión como los cómics de superhéroes: “En lo más profundo del hombre arraiga la confianza de que algo, semejante a la propia conciencia, tiene conciencia también de uno aunque esté fuera de uno mismo; resulta estremecedor imaginarse vivamente el pensamiento contrario asociándolo a la infinitud”. Ahora recuerdo esas noches de insomio en la pieza que compartía con mi hermano. Insomio motorizado por la conciencia de la finitud. En ese entonces, fueron los cómics de superhéroes los que mitigaron el miedo. Batman, la fábula de Superman, Flecha Verde. Nunca los voy a olvidar. Y aun cuando después fueron utilizados para la propaganda bélica y para sesudos análisis de intelectuales pop, lo que importa, lo único que me interesa, es que, como la magdalena de Proust, cada vez que veo un cuadrito coloreado de historieta siento la potencia de la felicidad.

A pesar de que ahora tome explícitamente personajes salidos de las historietas (junto con Barbaverde y Frasca, en las aventuras se suman el joven Aldo Sabor y la joven fotógrafa Karina), toda la obra anterior de Aira tiene una deuda muy grande con este género.

No sé lo que piensas tú, hipócrita lector, pero para mí las primeras novelas de Aira –Ema la cautiva, Los fantasmas, La luz argentina, La prueba y El bautismo– son extraordinarias y muy superiores a todo lo que vendría después. Como todos los grandes escritores, Aira preparó el terreno crítico en el que le gustaría ser leído. Ahí está el prólogo famoso al libro de Novelas y cuentos de Osvaldo Lamborghini. Pocas veces un prólogo era casi superior a los textos que precedía.

De seguir vivo Osvaldo, con Aira se hubiesen matado a golpes: como Freud y Jung, o Dios y su angel más hermoso, el poderoso Señor de Abajo. También en ese dichoso prólogo, Aira habla del continuo para entender la obra de Lamborghini, pero en realidad es para comprender su obra. Y le hace decir a Osvaldo que, tal vez, lo suyo sólo fuera al final una frase que condensara todo.

De las novelas de Aira, a veces, también uno sólo recuerda una frase o una imagen, como el comienzo de La guerra de los gimnasios, donde el protagonista se inscribe en uno para “provocarles temor a los hombres y deseo a las mujeres”. O los abdominales que hace Rosas al comienzo de La liebre. Me acuerdo de que Pedro Mairal me dijo: “Hay una novela de Aira en la que Rosas hace abdominales ni bien se levanta”. Y esa sola imagen me propulsó a buscarla hasta que la encontré en una mesa de saldos. Y sí, era verdad, ahí estaba el Restaurador cuidando su tabla de lavar. Y Daniel Durand me contó que en otra de sus novelas un indio flotaba en el agua abrazado a un pedazo de hielo mientras se lo llevaba la corriente. Era en Ema la cautiva, y cuando la leí me rompió la cabeza. Ricardo Zelarayán, no muy afecto al elogio desmesurado, me advirtió, recomendándomela: “Las primeras veinte páginas son extraordinarias”. Pero yo la disfruté toda. Y en esta última de superhéroes también hay momentos de la inolvidable prosa de Aira –esa que provoca que las novelitas parasitarias que lo imitan se conviertan en spam–, como cuando aparece un gran salmón en el cielo de Rosario y el narrador se vuelve un poeta único: “Un gigantesco pez cósmico había venido derivando desde los confines extremos del Universo hacia nuestra galaxia. Tan enorme era que su paso había apartado constelaciones y echado a rodar estrellas y cúmulos en todas las direcciones del cosmos. El delicado equilibrio de las grandes elípticas gravitacionales se había disuelto, para volver a reconstruirse, alterado, al paso del gigante. Silencioso como un sueño, abría y cerraba los agujeros newtonianos, atravesaba las madejas de átomos, cruzaba umbrales negros de distancias portentosas por su mera presencia. ¿De dónde venía? Del fondo de la nada impensada e impensable”. Muchas gracias, Doctor.

Sábado

por Miguel U.

La ronda empieza por bloglines para ver blogs que postearon cosas nuevas, leo algunos, después diarios, clarín, página, la nacion, mails, contesto los atrasados, un par de clicks en páginas porno, vuelta a bloglines, nadie posteó nada, debo ser el único que está en su casa frente a la compu un sábado de sol, todos los blogers deben tener vidas lindas, con parientes con jardines y están ahora riéndose con amigos, tirados en el pasto. Vidas de verdad. Nadie postea un sábado. Vuelvo a abrir los mails: "no hay mensajes nuevos". Leo notas del diario que había dejado para más tarde. Busco cosas en google. Y así se me va el día. ¿Y Proust que todavía no leí? ¿Y esos ensayos sobre Vallejo? ¿Y la biografía de Rimbaud que quiero terminar hace tiempo? ¿Por qué prefiero esta ronda de la nada? Tengo la sensación de que, si pongo "loser" en el buscador de imágenes de google, seguro la primera foto que sale es la mía.

8 de mayo de 2007

Entre los escritorios

Por Miguel U.
Estoy harto de mi trabajo. No quiero ir más. A veces me imagino que me suicido ahí, que viene mi jefe y me cita en su oficina para decirme que mi rendimiento está dejando mucho que desear, bla, bla, y yo me suicido. Pero me suicido sólo para ellos. Después yo sigo mi camino. Los miro agolparse alrededor de mi cuerpo tirado entre los escritorios, y me voy, dejo ese cuerpo de señuelo (el cuerpo que odio, el de corbata), llamo el ascensor, y me voy caminando por Reconquista, desempleado y arremangado, las manos en los bolsillos, y me meto en librerías, hablo un rato con la morocha de rulos que trabaja en El Ateneo, la hago reír, le digo que un día de estos la voy a invitar a comer comida árabe en un restorán de Palermo y me dice “me encantaría” y me doy cuenta de que no tengo un mango porque me quedé sin trabajo, entonces corro para atrás, para atrás, chocándome con la gente porque no veo nada, por florida, lavalle, reconquista, tomo el ascensor, vuelvo al cuerpo, no me puedo quedar sin trabajo, no puedo, reacomodo el cogote a la corbata, estoy bien estoy bien, fue solo un desmayo, sentate despacio, te bajó la presión, tomate un par de días, me los tomo, vuelvo, me pagan, y tengo billetes de cien para invitar a la morocha que por supuesto no existe, no está, no sabe, no contesta.

Mc Tree

p. mairal

3 de mayo de 2007

vacunatorio

por Natalia Fortuny

ayer nos vacunamos
primero yo
después los gatos
contra la rabia
ellos
en la fila
mía
señoras con panza
de embarazadas
pero con bebitos
en los brazos
y cara de bajar de la montaña
rusa
esperaban su turno
una dejó
a su recién nacido
en una mesa
agotada
no pudo pensar
que tan chiquito ya desearía
lo que cualquiera
saber cómo era el mundo
al costado
rodó
yo le vi las intenciones
mientras me frotaba la heridita
en tres pasos estuve ahí
lo atajé en el aire
parecía hecho de globo
vacío por dentro
livianísimo
mientras lo sostenía
la enfermera predijo
no serás madre
este año
es peligroso.


de La Chispa, Terrible Poesía, 2006
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