1 de octubre de 2006

Rita y Bertoni

por Fabián Casas


El otro día, escuchando hablar a Daniel Bertoni en un documental sobre el Mundial 78 –un documental crítico sobre la utilización del fútbol para ocultar una masacre- me vino a la cabeza la frase de Spinoza: ¿Por qué los hombres luchan por su opresión como si se tratara de su libertad? Spinoza supo contestar con su vida a esa pregunta: se negó a hacerse cargo de una cátedra de filosofía en la universidad de Heidelberg y rechazó además el dinero mensual que el Rey de Francia le ofrecía a cambio de que le dedicara uno de sus textos. Spinoza pensaba y escribía y para poder hacerlo sin interrupciones, no se dejaba seducir por boludeces. Trabajaba puliendo lentes y con eso le bastaba. Tenía una idea central para mantenerse alejado del poder: creía que quienes mandan son impotentes que encuentran una alegría compensatoria construyendo su poder sobre la tristeza de otros.

¿Pero qué decía Bertoni? Cuando le preguntaron si se sentía afectado por haber ganado un mundial organizado por la dictadura militar, contestó: “Yo hacía las paredes con Luque y kempes, no con Videla y Massera”. Lo cual era cierto. Dentro del juego, dentro del perímetro de la cancha, no había militares, pero el cemento con el que se construían sus paredes, estaba pagado por el Proceso de Reorganización Nacional. De modo que Bertoni –y muchos otros- a la hora de enfrentarse con los hechos políticos-con la vida diaria de ese momento- sólo elegían ser futbolistas: hamsters corriendo en sus rueditas en la pecera de vidrio que les construyó el EAM.

Y una idea, así al tuntún, me llevó a otra. La noche anterior al documental del mundial, había estado leyendo un ensayo que publicó Marcelo Cohen en su revista Otra Parte donde da cuenta de un posible mapa de la literatura argentina actual y cita, en el párrafo del comienzo –posiblemente como disparador de su texto- , la polémica que instaló el libro de Damián Tabarovsky “Literatura de izquierda” en un suplemento literario. Así que leí a Cohen y después leí el libro de Tabarovsky.

El ensayo de Cohen tiene la particularidad de dividir en tuppers, para guardar en el frizer y comerlos cuando se pueda, a determinados escritores que divide en determinadas categorías: prosa de estado, hiperliteratura, infraliteratura, afroliteratura, etc. El ensayo, escrito en una prosa florida y seductora –Cohen es un maestro de la lengua- abunda en tecniquerías y párrafos que parecen aniquilarse en sí mismos a medida que se los lee. Suele pasar hasta en las peores familias. Cuando un gran escritor no tiene nada que decir, se enamora de su facilidad y se saca los tapones de los oídos para dejarse llevar por el canto de las sirenas. Pero en las noches argentinas, lo que se escucha ahora son las sirenas de los patrulleros. Cohen, al igual que Bertoni, hace su trabajo dentro de la literatura. Es un escritor. Tal vez un Gran Escritor. De hecho, su último libro dice en el cinturón de castidad que le puso la editorial: la última novela del mejor escritor argentino. ¿Y qué puede decir un Gran Escritor Argentino? Cosas de un Gran Escritor Argentino. Su texto es un paneo metafísico por un panorama donde la escritura es sometida a un ordenamiento para tranquilidad de todos (prosa de estado, hiper, infra, etc), mientras el gran ojo en el cielo, el ojo del demiurgo las contempla y ordena en su cerebro argentino cargado de terrores. Hay algo en Cohen, a la hora de dividir a los escritores en castas, de funcionario de aduana de los Estados Unidos. Este pasa, este es un poco sospechoso, este tiene un turbante. Todo esto aderezado con una seriedad que envidiaría el mismísimo Ernesto Sábato. Freud se preguntaba ¿por qué este hombre está haciendo esto? Lacan, en cambio, decía ¿para quién lo está haciendo?

El libro de Tabarovsky me pareció notable por varias razones. Primero, porque nunca me reí tanto leyendo un libro de crítica. Uno de los programas que se plateó César Aira, lo concretó Tabarovsky: escribir un chiste. Un chiste muy bueno es Literatura de Izquierda. De esos que uno memoriza y que corre a contarle a sus amigos en la primera sobremesa que encuentra (de hecho, yo hice eso con el libro de Tabarovsky, se lo recomendé a todo el mundo). Hay algo en la prosa de Literatura de Izquierda que lo vuelve liviano, aunque planteé un combate: de un lado, los escritores del mercado, los que hacen bien los deberes o los que quieren ser famosos, estrellas de rock, etc; y del otro, los que no escriben para nadie, los escritores sin público. Tabarovsky, a diferencia de Cohen, es honesto: ya que va a entrar a diseccionar, pone nombres y apellidos y no se esconde en categorías para no malquistarse con nadie. Pone en primer plano la dudosa categoría del gusto. Gelman diría: ¡Hurra, al fin nadie es inocente! Igual, los nombres que el autor distribuye en uno y otro bando no me parecen importantes para la discusión, simplemente son los que le gustan y los que no. Lo más interesante es que tantoTabarovsky como Cohen siguen hablando de literatura, aunque el primero pareciera querer llegar –vía Deleuze- hacia una desintegración, el punto de fuga que la conecte con la vida. Un- más – allá- de- Bertoni.

Sin embargo, hay algo que no me parece productivo en la crítica de Tabarovsky a la manera de escribir de los escritores que él denomina serios, es decir, los que no “enloquecen” al lenguaje y se afirman en modelos clásicos. No veo que haya que estar en contra de ningún escritor, en contra de ninguna forma narrativa, en contra de ninguna manera de venderse como escritor. Se le puede robar a todos, se puede aprender de todos. En su casita de Aberdeen, donde vivía de manera muy pobre, Kurt Cobain tenía muchas mascotas. Había, entre otros, un conejo y un gato. El gato se empeñaba en fornicar con el conejo. A Cobain le causaba risa imaginarse qué podría salir de esa unión. A mí también. Lo que quiero decir es que esa manera de purificar la escritura, de conseguir que el galgo salga con las orejas ornamentales y que no haya que cortárselas, no conduce a nothing. Se termina replicando el modelo que se quiere atacar. Imaginémoslo: una mañana nos despertamos y estamos rodeados por super escritores de vanguardia, que le hacen trampas a la lengua, que escriben de atrás para adelante, que se citan mutuamente, se reproducen en antologías incomprensibles, y que logran que, al lado de ellos, Beckett parezca Tinelli.

Tanto el periodismo como la academia necesitan clasificar, ordenar, digerir y escupir por el recto los excrementos. El excremento es la literatura. Y nuestros problemas empezaron cuando nos vimos obligados a esconder la mierda. Ahí entramos en la cultura, las restrospectivas, Kuitca en el Malba, las mesas redondas, las ferias del libro, los suplementos de cultura, etc. La literatura es una imagen de pensamiento que nos impide escribir. Es un clishé dentro del mundo de los clishés. Y como clishé sólo sirve para deterner, estancar, enfermar. Un escritor sin público se plantea Tabarovsky como el escritor de izquierda. Pero ahí sigue la engañosa dualidad culposa del progresismo. Algo de lo que carece, por ejemplo, el peronismo. La derecha sabe lo que tiene que hacer con el poder. El progresismo ambiciona el poder pero utiliza cosméticos para que se le note poco. Y lo cierto es que uno escribe con alguien, en el medio de todos, cruzándose con estéticas y propuestas diferentes, ampliando su paleta de colores, se escribe inspirado por los que no escriben y sólo narran de manera oral, como en el sermón de la montaña. En cada bar, oficina, dormitorio o plaza, hay alguien relatando el gran sermón de la montaña, sólo hay que tener el oído atento y el estado de atención para hacerse escribir. Somos narraciones de la vida. Cuando el relato se estanca, nos enfermamos y morimos.

Siempre, en vez de Duchamp, Duchant. Y como le dijo Alí a Frazier después de una mutua golpiza descomunal: Joe, ¡ahora somos libres!

Hace poco se me rompió un zapato. No recordaba que existiera un zapatero cerca de mi casa. Igual salí a buscar uno. A las dos cuadras lo encontré. La zapatería era increíble. Había olor a cuero, la estufa estaba encendida y el cono de luz de la mesa de trabajo del zapatero inundaba todo con su calidez. El hombre tendría unos sesenta años y me dijo que estaba en esa cuadra desde hacía veinte, que había visto crecer a muchos de los chicos del barrio. Me llamó la atención que nunca había notado el negocio –pese a pasar seguido por ahí- hasta que lo necesité. Me di cuenta que el que hace bien su trabajo es invisible. Que no tiene que salir a buscar a nadie porque el que lo necesita llega. En la cultura de la exposición, la invisibilidad es un don.

En estos precisos momentos hay un escritor sin público de verdad. Se llama David Jerome Salinger. Según dicen, se pone un overol y dedica gran parte de sus mañanas a escribir historias de la familia Glass. Tiene ya cuatro libros en una caja fuerte. Está escribiendo una hagiografía.

Cuando Kurt Cobain alcanzó el nirvana y se pegó un tiro, su mejor amigo y compañero de grupo, leyó esto en su funeral: “Kurt tenía una ética arraigada en el pensamiento propio del punk rock: ningún grupo es especial, ningún músico es el rey. Si tenés una guitarra y mucha alma, meté ruido y tomátelo en serio, porque sos una super estrella. Tocá los tonos y los ritmos que son universales para toda la humanidad. La música. Vamos, utilizá la guitarra de tambor, descubrí un ritmo y dejá fluir tu corazón. Kurt nos hablaba al nivel del corazón”.

Dos sugerencias de las artes marciales:
Uno. No pasarse la vida quejándose de que el suplemento x es el verdugo de la lengua, que no te publica, que siempre publica a otros, etc. Hacer el medio que uno necesite para lo que se quiera decir. Y, en vez de utilizar una retórica de rechazo (“yo ahí no publico porque etcétera, etcétera”), aplicar la lógica del yudo: utilizar la fuerza del más fuerte. Hacerle trampas a los medios, utilizar su poder industrial de difusión para traficar información. Saber que estás en la Matrix, pero intentar que te sea funcional. ¡Nada de llorisqueos! Ya hemos repetido hasta el cansancio lo que dijo Rolando de hacerle trampas a la lengua, y lo que dijo Marcelo y sampleó Deleuze de que el escritor crea un lenguaje propio dentro de un lenguaje. Creemos los medios, utilicemos los medios que ya están, abandonemos esa estupidez de que alguien nos está haciendo algo, de que somos víctimas de la Prosa de Estado. Nadie le hace nada a nadie. O como le decía Don Juan a Castaneda: nadie le hace nada a un guerrero.

No le pidamos peras al olmo: el Papa no puede aprobar el aborto porque es el gerente de contenidos de la Iglesia Católica y labura de eso.

Dos. El kata es una combinación de posturas del karate de defensa y ataque. Es meditación en movimiento. Yo sé hacer dos. La Heian Shodan y la Heian Nidan. Me gusta eso, parecen servir para atacar y defenderse pero en la práctica sirven para meditar. Yo me armé una kata literaria: está compuesta por estos manifiestos a los que veo como movimientos para meditar y crecer, para producir vida.

1) La Carta a la Dictadura Militar, de Rodolfo Walsh.
2) El Escritor argentino y la tradición, de Borges.
3) El prólogo de Gombrowicz a la edición del Ferdidurke argentino.
4) El prólogo a Los Lanzallamas, de Roberto Arlt.

En karate existen muchas katas, creo que cada uno, a lo largo de su vida, debería armar las que se le canten.

Con la primavera llegó a mi vida un regalo de Dios que se llama Rita. Tiene tres meses. La otra noche estábamos en el parque y se puso a cavar un pozo, lo hacía con un convencimiento milenario, lo hacía con el corazón de la especie. De esa manera me gustaría escribir.

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