14 de octubre de 2006

Cuando con vos me chocaron sentí lo mismo que sentí con Zama en un tobogán

por Rodrigo

Lo que te voy a contar es casi una revelación que, más que del corazón, emana verdades desde alguna parte del aparato digestivo, como si vivir fuera en su totalidad tragar y digerir, nutrirse o dejar que pedazos de la vida descansen en el cuerpo como huéspedes invisibles. De ahí a sentir lo mismo una y otra vez.

La cosa es que yo me fui a vivir a São Paulo cuando tenía 8 o 9 años. Mis viejos se habían separado, y mi vieja, brasilera, quería volver a su tierra y con sus hijos.

Tardamos tres meses para entrar a un colegio nuevo, a unas veinte cuadras de Jaçanã, mi nuevo barrio, al norte de la ciudad de São Paulo.

La mayor diferencia que descubrí entre los colegios de Argentina y Brasil es la indiferencia de los maestros y la amistad de los compañeros. Acá los maestros son impertinentes y los compañeros sentimentalmente impermeables, al menos por un tiempo. La indiferencia de los maestros en Brasil era principalmente porque teníamos uno distinto para cada materia. Por eso no eran tan metidos como los de acá, que son maestros que además de enseñarte, te quieren, y hay que bancárselos así. Vos eso lo sabés.

En mi primer día de clase, un chico petiso me recibió como si yo fuera su mejor archi amigo de toda la vida. Estaba contento porque por fin pudo conocer a un argentino. Me acuerdo que me contó que también conocía a un paraguayo y a un colombiano. No sé porqué me acuerdo de eso.

Te cuento, no te rías, yo casi ni hablaba, no porque no entendía el idioma, sino porque hacía más de un mes que no hablaba con nadie. Estaba realmente enojado con la vida. Quién carajo se creía que era mi vieja para llevarme a esa ciudad horrible.
Todos los brasileros eran como mi vieja. No me bancaba a ninguno, y lo peor, mi desprecio se entendió como timidez. Todos, imaginate, se creían con el derecho de tratar de hacerme encajar comparando los dos países. Y con esto además estaba el fútbol. Una mierda el fútbol.

A pesar de todo, en el cuarto mes de clases, empecé a tener amigos, gente con quién reírme. Principalmente por Zama lo digo. Nos hicimos amigos porque los padres eran espiritistas, como mi abuela, y eso del más allá siempre es algo que acerca gente. Me enseñó un juego para hablar con los espíritus parecido al juego de la copa, pero con un compás. O sea, la cosa se podía hacer en el aula, en matemática.
Jugábamos y nos contábamos apariciones. Yo le contaba las cosas de mi abuela y los sueños que tenía con santos y perros, Zama me contaba las defumaciones que hacían y cómo su hermano había incorporado a su tatarabuelo, que era un esclavo de Angola.




En una de esas estábamos con Zama en clase hablando como siempre de espíritus cuando entró un tipo de traje y una sonrisa de feliz cumpleaños al aula que, después de pedir educadamente permiso, nos invitó a todos a un lugar que se llamaba algo así como “Aqualand” o “Aqualandia”. No me acuerdo. La vuelta es que ese lugar, por lo que dijo, era diez o doce canchas de fútbol de 11 de toboganes gigantes y piletas y no sé cuántos millones de litros de agua. Nos invitaba a ir gratis, y además, nos regalaba un reloj a prueba de agua para probarlo ese mismo día.

Eso era buenísmo. En São Paulo siempre iban personas de empresas a regalarnos yogurcitos, cremas, perfumitos, juegos, remeritas y gaseosas al colegio. Eso era copado, lo gratis siempre es copado.

Otra diferencia con los colegios de Argentina es que en São Paulo no hacían excursiones a museos de no sé qué o campamentos y convivencias. Esto tiene algo que ver con eso de que los maestros no se meten en tu vida y también tiene que ver con que en el cuarto grado habían chicos de trece, catorce y quince años. Yo, que estaba acostumbrado a ir a campamentos y comprar recuerdos, linternas y cantimploras, me emocioné muchísimo; más que mis otros compañeros.
Era como compartir un poco de lo que me gustaba.

Cuando llegamos allá, bueno, te lo digo posta, el lugar era una patria aparte. Los toboganes se mandaban de un lado a otro tragando el paisaje de a pedazos, y el agua desde las pileta, era la miel perfecta que se te metía por la nariz y la oreja. Los trampolines colgaban del sol, cerca de las nubes, y los chicos caían como papel picado, abriendo las manos; asustados y felices. Y la risa, la risa y la risa drogada como el agua, las escaleras color brasil, los nombres desde todas las direcciones como el agua, tan melódicos como el agua, dibujados como el agua; los gritos, algunos llorando envueltos en toallas blancas de hacerles falta una paliza, las filas eternas, las ganas sacudiéndose los micro-pies en la madera mojada y golpeándose la cabeza para destaparse el oído, algunos agarrándose con los brazos cruzados y todos esperando caer de nuevo; caer: todo tal cual se desconoce y se sueña, pero de a muchos y más dulce, como el agua en el dedo más pesado de Dios .


Con Zama empezamos por tirarnos de los trampolines. Nos habremos tirado unas diez veces. Hora y media, entre filas y filas, para caer por segundos y expulsar el alma entre los muelas. Nos resbalamos en las cascadas, en los toboganes abiertos, que eran seis o siete, casi lo mismo, pero con el distintos nombres. Después a las piletas gigantes.

A eso del mediodía salimos con piel de viejo para tomarnos una Coca Cola y comer algo. Nos secamos los pies, entramos al local y paramos en una mesa verde contra un vidrio.

En esa estábamos empezando a hablar de algo, cuando lo vimos: loco, una bestialidad, la mayor atracción de todas, un enorme tubo dorado como una serpiente picando y envenenando pupilas, con mil vueltas y un río interno y chicos con convulsiones, péndulos y piñatas, sacudiéndose los pelos y las manos y casi echando espuma por la boca de emoción.

Hubo un gran silencio en la mesa, una mirada de Cartoon Network y salimos picando a la fila, que estaba a unos veinte metros del barcito.

Habremos estado otra hora y media para subir y cuando llegó el momento, casi sin pensarlo, nos abrazamos amagando al supervisor de caídas (pierna con pierna, cabeza con cabeza, brazo con brazo, dedo con dedo), respiramos hondo y nos tiramos juntos. Y lo mismo que sentí cuando el agua pasaba expulsándonos como a un torpedo, lo sentí aquella vez cuando nosotros dos, yo de acá y vos de Moreno, por la ruta, la Márquez, hasta el puente, después de la fiesta, en Morris, un sábado; cuando nosotros, digo, visibles e invisibles por los autos, viajando cerca del arroyo de Morón, casi en Hurlingham, recorriendo paisajes medievales; cuando vos coronada por la luz eléctrica, yo echando palabras como palitos de la selva por mi boca a tu cara que reía y afirmaba, que hacía lo que necesitábamos. Cuando yo llevándote, entre la tercera que salta y la cuarta que no, derecho a Podestá, a Pérez Galdós, cuando yo llevándote entre los pozos, la brea y el polvo y la tierra, en quince minutos llegamos, en quince, te dije; me tocás y vas a tirarme eterno y cósmico por la ventana, en quince, voy a caer como un cascotazo desde el puente a la otra ruta, que pasa por abajo, que viene del lado de San Isidro, José León Suárez, Villa Ballester, Campo de Mayo, Villa Bosh, Martín Coronado y va a Tessei, negra y verde por los perros: sentí lo mismo ahí, che, cuando por esa se vino sacadísimo un pistolita en un Ford Taunus rojo que llegaba tratando de pasarnos y nos puso en la puerta izquierda; cuando mi cabeza se hizo concha contra el panel, que se reventó; lo mismo cuando las llantas se iban para adentro con el vidrio que se partía pero no se rompía, y tu pie bailable en ocho contra el asiento, que se doblaba, por mis piernas contra tu estómago y el chocolate que te brotaba por la boca; tus ojos que se llenaban de tierra y venas a lo Molina Campos y miraban al forro del Taunus, que salía disparando por el parabrisas como Superman.

A Zama y a mí nos expulsaron del paraíso en ambulancia.